Algunas reflexiones bogotanas sobre el conflicto armado colombiano1

Reflections on the armed conflict from Bogota

Algumas reflexões de Bogotá sobre o conflito armado colombiano

Solángel García Ruiz2

Recibido: 11 de septiembre 2019 • Enviado para modificación: 15 de enero 2020 • Aceptado: 1 de junio 2020

García-Ruiz, S. (2019). Algunas reflexiones bogotanas sobre el conflicto armado colombiano. Revista Ocupación Humana, 19 (2), 38-50. https://doi.org/10.25214/25907816.864


1 El trabajo que dio origen a este artículo fue realizado por la autora como parte de su proceso de formación en la Especialización en Epistemologías del Sur del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales – Clacso, promoción 2018 – 2019.

2 Terapeuta Ocupacional. Magíster en Desarrollo Social y Educativo. Secretaría Distrital de Salud de Bogotá. Bogotá, Colombia. solecita_co@yahoo.com https://orcid.org/0000-0003-4976-9825

RESUMEN

Nacer y vivir en un país en conflicto armado significa que este hace parte de la vida. Colombia ha atravesado ciclos de violencia de más de cincuenta años, con la firma del Acuerdo de Paz en 2016 se generó un marco de legalidad para iniciar un periodo de posconflicto en el cual la reconciliación se plantea como desafío. Ello pasa por el reconocimiento de cómo cada quien ha comprendido y vivido esa realidad. Así, usando el dibujo, la escritura y la conversación en un grupo, se indagó cómo ha sido para seis residentes en Bogotá vivir el conflicto. La reunión se convirtió en una pequeña clase de historia colectiva en la que emergió un llamado a despertar, a reconocer los propios privilegios, a asumir responsabilidades y a seguir conversando para sanar, perdonar y superar la indiferencia. Desde los saberes de las terapias ocupacionales pueden construirse alternativas y aportes a la construcción de paz en el país.

Palabras clave

conflicto armado, Colombia, paz, consolidación de la paz

Abstract

Being born and living in a country with an armed conflict means that it is part of life. Colombia has gone through cycles of violence of more than 50 years. With the signing of the Peace Agreement in 2016, a legal framework was generated to initiate a post-conflict period in which reconciliation is presented as a challenge. This is due to the recognition of how each person has understood and lived such reality. Using drawing, writing, and group conversation, it was investigated what it has been like for six Bogota residents to experience the conflict. The meeting became a small class of collective history, in which a call to wake up and recognize the privileges of each person; to assume responsibilities and to continue talking to heal, to forgive and not be indifferent was identified. Alternatives and contributions to the construction of peace in the country can be built from the knowledge of occupational therapies.

Key words

armed conflict, Colombia, peace, peacebuilding

RESUMo

Nascer e morar em um país em conflito armado significa que, este, faz parte da vida. A Colômbia tem passado por ciclos de violência há mais de cinquenta anos e, com a assinatura do Acordo de Paz em 2016, foi gerada uma estrutura de legalidade para iniciar um período pós-conflito. Em tal estrutura, a reconciliação é colocada como um desafio. Para isso, é preciso reconhecer como cada um entendeu e viveu a realidade. Assim, usou-se o desenho, a escrita e as conversas em grupo, para verificar como foi, para seis pessoas nascidas em Bogotá, viver o conflito armado. O encontro tornou-se uma pequena aula de história coletiva, em que emergiu um chamado para: despertar; reconhecer como há pessoas privilegiadas; assumir a responsabilidade que compete a cada um; e continuar conversando para curar a si mesmo, para perdoar uns aos outros e para não ser indiferentes. Podem-se formular alternativas e contribuições à construção da paz no país, a partir dos saberes das terapias ocupacionais.

Palavras-chave

conflito armado, Colômbia, paz, consolidação da paz

Reflexión

Introducción

Nacer y vivir en un país en conflicto armado significa que este va haciendo parte de la vida de quienes compartimos el territorio. Nací en el conflicto armado y aún no sé qué es vivir en un lugar sin él.

El conflicto armado colombiano

Colombia ha atravesado por un sinnúmero de problemáticas derivadas de periodos de violencia de más de cincuenta años. Desde el año 2015, en el contexto de los diálogos que precedieron al Acuerdo de Paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP), el Gobierno Nacional encomendó a escritores, periodistas y académicos escribir ensayos que contribuyeran a la comprensión del conflicto armado colombiano (Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, 2015). Los textos que se derivaron de esa invitación presentan reflexiones que dan cuenta de la complejidad y la pluralidad del conflicto, así como de la diversidad de miradas en torno a él (figura 1).

Difícilmente puede hablarse del conflicto colombiano de una manera lineal o única. Para autores como Darío Fajardo, Alfredo Molano, Sergio de Zubiría y Javier Giraldo, el conflicto comenzó en los años veinte, producto de las políticas agrarias; para otros, como Francisco Gutiérrez, Gustavo Duncan, Jorge Giraldo y Vicente Torrijos, inició con posterioridad al Frente Nacional; entre tanto, Renán Vega sostiene que se remonta a finales del siglo XIX (Pizarro, 2015). En cualquiera de estas propuestas, lo que puede observarse es un país en el que históricamente los colombianos hemos estado expuestos a acontecimientos que atentan contra la vida, especialmente en las zonas rurales.

Desde mi punto de vista, algunas circunstancias o características del conflicto colombiano pueden enunciarse de esta manera:

La tierra, la riqueza de la tierra: el oro, la sal, las esmeraldas, el agua, el petróleo, el carbón … la lucha por los territorios ricos en estos recursos ha sido parte del origen y la permanencia del conflicto. Los campesinos, en consecuencia, han sido despojados y desplazados de sus tierras, familias enteras caminando el país. Muchas de ellas son ahora parte de los cinturones de miseria de las ciudades, mientras sus territorios son explotados por unos pocos que han encontrado en las respuestas represivas del Estado, caracterizadas por el uso de la fuerza, a sus principales aliados.

Luchas por el territorio entre el narcotráfico y los grupos armados ilegales: como ya lo anuncié, el territorio es el centro de los pleitos. Primero, por el desalojo de los campesinos; luego, como escenario de disputa entre narcotraficantes y guerrillas (Pizarro, 2015).

Marquetalia, hito en el conflicto armado en Colombia: un pequeño territorio sin control del Estado en el departamento del Tolima, donde encontraron asilo familias campesinas que huían de la violencia. Se le reconoce porque allí habitaba una comunidad de campesinos comunistas que se alzaron en armas, liderados por Pedro Antonio Marín Marín, alias Manuel Marulanda Vélez o Tirofijo, y Luis Alberto Morantes Jaimes, alias Jacobo Arenas, fundadores y comandantes de las FARC-EP (Molano, 2015).

Las guerrillas: los relatos populares cuentan que por los años cuarenta, campesinos de los Llanos Orientales y el Tolima se organizaron para solicitar al Gobierno garantías para la tenencia de la tierra; como respuesta, recibieron represión y bombardeos dirigidos a eliminar los brotes de comunismo. Ante estas circunstancias, los campesinos quedaron en medio del conflicto y fueron desplazados. A través del tiempo y como una opción de vida, muchos jóvenes de zonas rurales y empobrecidas han ingresado a las guerrillas (Molano, 2015); a su vez, estas organizaciones han forzado a hombres y mujeres a ser parte de ellas.

La financiación de las guerrillas: en la medida que los grupos armados crecían se requerían más recursos para su sostenimiento. Se generaron entonces estrategias como las vacunas3, los secuestros políticos y extorsivos, y las denominadas pescas milagrosas4. También se realizaron asaltos a los pueblos, al comercio y a los bancos locales; se cobraron peajes al pasar por territorios que estaban bajo el control de las guerrillas (Pizarro, 2015).

Los paramilitares: se constituyen en una fuerza armada de extrema derecha que ha contado en ocasiones con el apoyo de las fuerzas militares del Estado. Su objetivo es terminar con la izquierda y custodiar los bienes de las clases altas y los territorios de los narcotraficantes.

El cultivo de marihuana y coca: estas pasan de ser plantas de uso medicinal y ceremonial para las comunidades indígenas, a ser cultivadas y procesadas en grandes cantidades para su comercio ilícito. Esta circunstancia vino acompañada de las guerras del narcotráfico.

Guerras del narcotráfico: los narcotraficantes se organizan en carteles que dominan las distintas regiones del país; mantienen enfrentamientos por el control de los territorios, los negocios y el poder.

La parapolítica y la narcopolítica: son parte de los flagelos más grandes del país. Están representadas en los negocios que hacen los gobernantes con recursos del Estado, traducidos en corrupción (Pizarro, 2015).

La paz y la reconciliación

Con la firma del Acuerdo de Paz entre el Gobierno Nacional y las FARC-EP, en el 2016, se generó un marco de legalidad para iniciar un periodo de posconflicto que incluye la justicia, la verdad y la reparación. A partir de allí, comenzamos a hablar del perdón, la paz y la reconciliación.

El perdón y la reconciliación son estrategias centrales de los procesos de paz (Villa, 2016), son lentos y traen consigo el respeto y el reconocimiento entre los afectados. La paz suscita un sentimiento complejo que se sobrepone a emociones de odio, ira y deseo de venganza, reconociendo la dignidad y la humanidad del agresor (Villa, 2016).

La reconciliación es “un encuentro público en el que los involucrados reconocen la relevancia de la historia del otro para la comprensión de su propia historia, en el espíritu de no-repetición de historias similares” (Nordquist, 2008, p.495). Lederach (1998) afirma que esta permite la resolución de la tensión entre un pasado destructivo que ha roto lazos y proyectos de vida, para construir conjuntamente un futuro compartido. Agrega al respecto Villa que “construir el futuro y dejar el pasado no implica olvido, sino una memoria creativa que implique reconocer la propia identidad para, a partir de las lecciones del pasado, poder construir el futuro que estamos soñando” (2016, p.11). La reconciliación es relevante cuando los actos son inaceptables; no se trata de que la víctima o sobreviviente tenga que hacerse amiga del victimario, sino de la capacidad para reconocer la humanidad del agresor (clave desde la propuesta no violenta) (Villa, 2016). Dado que lleva a la paz duradera, no se encuentra en las primeras etapas de los procesos de paz, sino en las últimas (Nordquist, 2008).

El conflicto para los bogotanos

Se dice que Bogotá es otra Colombia; es la capital, la ciudad más grande. Con cerca de diez millones de habitantes, está constituida por colonias de personas provenientes de diferentes lugares del país y del mundo. El arte y la cultura son parte de la ciudad, se encuentra en los teatros, en las esquinas, en los semáforos, en los murales. Es una ciudad de puertas abiertas, algunos vienen a estudiar, otros a trabajar, muchos han llegado con las distintas olas de desplazamiento que ha dejado el conflicto. Es una ciudad con visibles inequidades, se encuentran desde geografías ostentosas y lujosas hasta aquellas que reflejan miserias humanas.

En la memoria colectiva se registra que los bogotanos hemos vivido momentos de asombro, dolor y consternación. Con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y El Bogotazo, en 1948, la indignación no se hizo esperar; para algunos autores este fue el comienzo de la conformación de las guerrillas y del conflicto colombiano. Posteriormente, con la toma del Palacio de Justicia, en 1985, fuimos incrédulos; toda una generación de magistrados fue asesinada y hubo decenas de desaparecidos. La guerra de las bombas del narcotráfico, entre finales de los ochenta y comienzos de los noventa, nos hizo temerosos, inseguros, vimos morir a muchas personas que no se consideraban parte del conflicto. Los magnicidios de líderes como Rodrigo Lara Bonilla (1984), Guillermo Cano (1986), Luis Carlos Galán Sarmiento (1989), Jaime Pardo Leal (1987), Carlos Pizarro (1990), Álvaro Gómez Hurtado (1995), Jaime Garzón (1995), Isaías Duarte Cancino (2002) o los Diputados del Valle (2007), algunos de los cuales ocurrieron en Bogotá, nos llevaron a perder la esperanza.

El periodista Arturo Charria (2017) propone ver la relación de los bogotanos y el conflicto desde tres categorías: el espectáculo, la cotidianidad y el olvido. En el espectáculo se registran sucesos de manera superficial, noticiosa, sin mayor análisis; a veces como hechos aislados, olvidando que en su conjunto muestran la complejidad de la guerra. Ver el conflicto como espectáculo es parte de la invitación de los medios de comunicación, así es de otros, no nuestro.

En la cotidianidad nos acostumbramos a la guerra, a las noticias, a las informaciones sobre falsos positivos5 o limpiezas sociales que ocurren, especialmente, en los extremos de la ciudad donde hay más pobreza y miseria. Estos asuntos, escuchados en la radio o vistos en la televisión, no pasan de causar el asombro de un momento.

Entre tanto el olvido, o más bien la memoria, puede ser hegemónica y mostrarnos siempre los hechos de la misma manera. Ante algunas situaciones que recaen sobre familias o personas, o ante hechos que ocurren en algún lugar de la ciudad, la memoria nos ayuda a recordar cosas no dichas, a nombrar a quienes no se nombra, a volver a los lugares olvidados.

Así, quienes habitamos Bogotá nos hemos ido acostumbrando al conflicto sin hablar de él; por mucho tiempo, hemos dejado que sea un problema de otros. Hemos tenido y tenemos miedo: de que se repita, de que nos pase, de que vuelvan las bombas, los atentados, los asesinatos. Siento que generar miedo ha sido una forma de poder, de ejercer control sobre nosotros. La información, o mejor, la desinformación, es parte de la estrategia para mantener el miedo; de esta manera, por ejemplo, se llega a ocultar los asuntos del conflicto y a excluirlos de los cursos en colegios y universidades. Quizás por ese miedo, el 43,9% de los bogotanos votó por el no en el plebiscito convocado por el Gobierno Nacional para refrendar el Acuerdo de Paz con las FARC-EP (Registraduría Nacional del Estado Civil, 2016).

Los actores no vistos o vistos como indiferentes

En este panorama de miradas diversas tienen tambien lugar las que nacen de las experiencias vividas por cada persona. Pensando en ello, construí en 2017, junto con unos colegas, una propuesta que se denominó Bailando, Pintando y Escribiendo: una Metodología para la Reconciliación (García et al., 2019). Allí las palabras y los dibujos fluyeron con la danza para convertirse en poesías y pinturas. Estas expresiones nos mostraron que si bien la reconciliación y el perdón por lo general hacen parte de procesos que se desarrollan con personas consideradas víctimas, tendrían que ser trabajados con todos los ciudadanos, porque tienen que ver con el hecho de ser colombianos (García et al., 2019). En Colombia, las vidas de algunas personas han sido marcadas por el conflicto, por eso hablan de él en primera persona; otras se refieren a esa realidad en tercera persona; unas más, ni siquiera hablan de ello.

A partir de esas reflexiones, propuse abrir una conversación sobre el conflicto con personas como yo, que hemos vivido en Bogotá. Es parte de mi interés escuchar esas otras voces: aquellas que pueden estar aisladas, calladas, encerradas, ocultas; las que aparentemente no tienen nada que ver o decir, cuyas experiencias de vida no han estado cerca de las circunstancias o de las condiciones del conflicto.

Esta es una propuesta que, desde el punto de vista de Segato (2016), pretende entender el conflicto desde el relativismo de la experiencia vivida, donde cada quien, de acuerdo con sus valores particulares, su mundo construido y las representaciones que le son propias, lo entiende y lo vive. Siguiendo a esta autora, se trata de desentrañar otros discursos, tal vez no dichos o no contados en este conflicto; aquellos que aparentemente no tienen nada que decir o son indiferentes, de quienes se protegen tomando distancia o tienen el miedo impregnado; otras narrativas que pueden contribuir a diversificar las voces (Meneses, 2015). Quizás sean las reflexiones que están bajo la línea abismal (Santos, 2009 ).

En el carácter relativo de las verdades, el miedo y la indiferencia son una postura política. Volviendo a Segato (2016), los patrones culturales juegan un papel, entre la inercia y la movilidad, como factores estructurales de las formas de actuar y tomar decisiones ante las circunstancias, en los contextos en los que las personas viven, sufren o disfrutan de la vida. Así, a partir de expresiones artísticas como el dibujo o la escritura, donde los sujetos tengan la posibilidad de conectarse consigo mismos y con sus historias, podrían descubrir cómo han vivido, comprendido y expresado el conflicto. De esta manera, espero lograr una aproximación a la comprensión del conflicto colombiano, escuchando voces aisladas e ignoradas de la ciudad de Bogotá. Experiencias como esta podrían ser replicadas y aportar a la comprensión del conflicto y a la construcción de paz, en miradas desde las terapias ocupacionales.

Dibujando, escribiendo y conversando sobre el conflicto armado colombiano

Con una nota, invité a un grupo de amigas y amigos quienes, como yo, vivimos en Bogotá y no nos habíamos tomado el tiempo de conversar sobre el conflicto, para hablar, precisamente, de él (figura 2).

Respondiendo a la invitación, nos encontramos en una tarde de mayo de 2019 cuatro mujeres y un hombre: una médica de terapias alternativas, tres terapeutas ocupacionales, una filósofa y un diseñador gráfico; la mayoría nacimos o vivimos nuestra niñez y juventud en municipios cercanos a la capital (Facatativá, Pacho, Cucunubá), por cuestiones de estudio o trabajo vinimos a vivir a Bogotá desde hace varios años.

Nos sentamos alrededor de la mesa y compartimos las formas como cada uno ha vivido el conflicto; luego, las escribimos y las dibujamos para, a partir de lo escrito y dibujado, volver a la conversación. Fue un espacio donde el respeto por las palabras y las vivencias acompañó la tarde; no se juzgó a nadie, en un acuerdo colectivo por dejar en aquel lugar y en este texto lo aprendido, lo vivido y lo reflexionado.

Se trató de un encuentro de historias y reflexiones. Algunas veces las palabras salieron con lágrimas, otras con risas o con asombro. En una natural conversación, cada quien viajó con la mente y los pensamientos a sus recuerdos, los de la niñez, los del campo, los de la bomba o los del desplazamiento; repasar esos hechos nos llenó de inspiración.

Aunque teníamos a la mano diferentes colores para dibujar, las imágenes que plasmamos vinieron en su mayoría en blanco y negro, como si se tratara de una película vieja, o de una tan triste que debía contarse de esa manera. Poco a poco, con palabras y dibujos, fuimos reconstruyendo hechos desde las distintas geografías de la ciudad y armando un paisaje colectivo (figura 3). Como diría Meneses (2015), enriquecimos nuestro patrimonio con recuerdos compartidos.

Comenzamos conversando alrededor de la imagen de un televisor en blanco y negro a través del cual se proyecta un conflicto que sucede en otro lugar, lejos… hablamos de sentirnos, en ocasiones, como viviendo en una burbuja, movidos por hilos que otros mueven, como simples marionetas.

Recordamos aquel día de 1989, cuando un carro bomba estalló en el edificio del entonces Departamento Administrativo de Seguridad –DAS. Esa bomba sacudió nuestros cuerpos y nuestros corazones, alimentó el miedo, la incertidumbre y la zozobra; nos dejó huellas.

Es en la piel y en el cuerpo donde han quedado registradas las marcas de las violencias. Alguien recordó a un hombre con cáncer de pulmón a quien le han dicho que el cáncer es tristeza; él, en medio del llanto, cuenta que a dos de sus tres hijas se las han llevado al monte6 y que ya no puede más con su tristeza. O la historia de la mujer que tiene un raro cáncer en ambos ovarios y cuenta del secuestro y la violación que vivió cuando su papá se demoró en pagar una vacuna; siente rabia por pensar que, si hubiesen pagado, tal vez nada de eso le habría sucedido.

También trajimos las escenas en Ciudad Salitre, un barrio cercano a la principal terminal de buses intermunicipales de Bogotá. Allí, en los fríos amaneceres bogotanos, al tiempo que muchos despiertan en los edificios para comenzar sus labores diarias, llegan familias indígenas desplazadas a sentarse en un andén, en la esquina de un semáforo, con sus vestidos coloridos y sus pocos enseres, temerosas, abrazándose para protegerse.

Siguieron llegando a nuestras mentes los sucesos que nos permiten reconocernos en quienes somos. Cuando García-Márquez escribió Cien años de soledad se refirió a un pueblo imaginario llamado Macondo, estamos llenos de historias de Macondo. Alguien narró que en 1822 el Libertador, Simón Bolívar, le regaló la Laguna de Fúquene (cuya extensión pasaba las 19.000 hectáreas) a José Ignacio París con el único propósito de secarla y convertirla en un pastizal ganadero rodeado de fincas; este objetivo estuvo presente por varias generaciones. Hace pocos años empezó la recuperación de la laguna, después de casi doscientos años tratando de exterminar tantas formas de vida en su interior7. Parece que buena parte de la tierra colombiana le pertenece a unas pocas familias, a las mismas que la han gobernado sobreponiendo los intereses económicos a los cuidados de la Pacha Mama.

Algunas historias de nuestros parajes han sido narradas a manera de ficción en las novelas, como en La María, de Jorge Isaacs (1867), en la que cuentan que a mujeres y hombres esclavos se les hacía convivir en un solo cuarto para que se reprodujeran y así tener más manos para trabajar. O en el reciente libro de Laura Restrepo, Los divinos (2017), inspirado en el asesinato de Juliana Samboní, una niña de tan solo siete años, habitante de un sector empobrecido de Bogotá, quien muere a manos de un hombre rico; esta obra muestra las distancias de clase y el poder que pueden ejercer sobre los seres humanos.

Estas reflexiones nos llevaron a comprender y a pensar en quiénes somos como seres humanos, en que no debemos justificar ningún tipo de violencia: ni la de las Fuerzas Militares de Estado, ni la de los paramilitares o las guerrillas, tampoco la del delincuente común o las que ocurren en los espacios cotidianos, ninguna que se ejerza contra las personas o cualquier otra forma de vida.

Fuimos hilando nuestros relatos, dándonos cuenta de que no tenemos conciencia de muchos sucesos, de que las historias de nuestros ancestros tienen que ver con la vida en el campo, y de que, aunque aprendimos que Bogotá es vulnerable, la burbuja se convirtió en una manera de cuidarnos. En Colombia han sido tantos los intentos de paz y los acuerdos fallidos que la incertidumbre y la desesperanza reinan entre nosotros. Son tantas las deudas con la Colombia rural, con los campesinos, con los pueblos indígenas y afrodescendientes, que pareciera no haber tiempo ni capacidad para resarcirles, menos aún para compensarles por el abandono y el olvido en los que han, apenas, sobrevivido.

Así, entonces, conversamos en primera persona acerca de un conflicto del que siempre habíamos hablado en tercera, emergiendo de la línea abismal de la que habla Boaventura de Sousa Santos (2009) y poniendo en la escena lo vivido de tantas maneras. Estas reflexiones parecen imposibles de hacer, incluso, al interior de las familias, porque allí también hemos estado más cerca o más lejos de alguna de las fuerzas involucradas en el conflicto. Tenemos tantas historias y reflexiones por contar, que fue como si de repente nos hubiésemos abierto a la posibilidad de compartir nuestros miedos, nuestras tristezas y, sobre todo, nuestra impotencia ante las injusticias.

Esta fue una pequeña clase de historia, de reconstrucción de la memoria colectiva que nos hace ser quienes somos, una forma de desafiar el pacto tácito del silencio (Meneses, 2015). Fue un llamado a despertar, a reconocer lo privilegiados que hemos sido, la responsabilidad que tenemos; a seguir conversando para sanarnos, para perdonar, para superar la indiferencia, para romper los esquemas de cotidianidad de este conflicto, para que se escuchen voces distintas a las que fabrican los noticieros.

Conclusiones

Como reflexiones finales de estas conversaciones, propongo las siguientes coincidencias:

Para este grupo de citadinos, la vida en el campo, en los entornos rurales en los que vivieron nuestros ancestros y algunos de nosotros, se convierte en añoranza. Es una constante la tensión y la reflexión sobre la distancia entre los modos de vida del campo y de la ciudad: de la diversidad de colores de la naturaleza se hace tránsito hacia el anaranjado y el gris de la capital; de la seguridad y la tranquilidad de la niñez en los pueblos o en el campo, pasamos al miedo y la inseguridad en la metrópoli; de la vida en grandes familias, a conformar familias de una, dos, máximo cuatro personas.

La siguiente coincidencia es que hemos sido espectadores del conflicto armado colombiano; lo hemos visto por televisión, en los noticieros que con frecuencia evitamos, precisamente para no verlo. Hemos dejado esa realidad en la esfera abismal o, más bien, bajo la línea abismal. Esta guerra destruye a las personas, devasta a las sociedades física, emocional y mentalmente (Meneses, 2015).

Como tercera coincidencia emerge el miedo, una de las estrategias políticas para controlar las vidas en la ciudad. Como diría Useche (2008), las sensaciones de soledad, desconfianza e impotencia se amplifican en el ciudadano común con las amenazas sobre otros, que son reproducidas sistemáticamente por los discursos políticos del poder y que, además, se vuelven recurrentes en los medios de comunicación. Entonces, el miedo se ha convertido en un dispositivo de poder ejercido sobre nuestra existencia; quizás no lo dijimos explícitamente, pero fue una sensación que me quedó impregnada después del encuentro. Y es que, siguiendo a Useche (2008), tenemos un Estado que ha mostrado su incapacidad para proveer a sus ciudadanos los servicios públicos esenciales; en su lugar, asiste al debilitamiento del sentido de lo público y se esfuerza por gestionar y controlar el cuerpo social. Estas conversaciones se convierten en invitaciones a reconocer y superar el miedo colectivo que nos hace vulnerables.

Con la firma del Acuerdo de Paz y todos los movimientos que se han generado para hablar de ella, iniciamos unas reflexiones tal vez tardías sobre el conflicto. Comenzamos a hablar de las historias de las familias, de las de las personas con quienes interactuamos, de las nuestras; le dimos sentido a reconstruir la memoria en un país que suele vivir en el olvido. Coincidiendo con Meneses (2005), en un rescate de voces y perspectivas apagadas que nos ayudan a ampliar nuestra narrativa.

Una coincidencia más tiene que ver con el reconocimiento y la valoración de los haceres colectivos e individuales, de las ocupaciones de los sujetos en su relación con el conflicto y la construcción de paz. En algunas ocasiones se han convertido, como en este ejercicio el dibujo y la escritura, en herramientas para expresar y transformar los sentires. Otras recuerdan los patrimonios familiares alrededor de las actividades del campo y sus significados. Finalmente, otros haceres son dolorosos, generan miedo y angustia o materializan las relaciones de poder de unos grupos sobre otros. En general, dan cuenta de que la cotidianidad del conflicto la hacen los sujetos y sus ocupaciones.

Entonces, como canta Martha Gómez, “para la guerra, nada”: no más miedo, no más muertes; mejor las cometas, las hamacas, las palabras, las canciones, las golondrinas, la abundancia (Gómez y Serna, 2014). Necesitamos avanzar en la reconstrucción de un país colectivo, con ciudadanos y espíritus colectivos, reconocedores del patrimonio que se construye con los recuerdos compartidos, democratizando las historias, como nos lo enseñan los mozambiqueños y sus luchas en búsqueda del nuevo hombre-ciudadano, con capacidades para superar las distancias y las brechas en su país (Meneses, 2011).

Para terminar, haciendo eco de la Comisión de la Verdad (2019), es necesario formar un público para la paz, escuchar la variedad de voces y de verdades que vienen con ellas. Las de niños, niñas, mujeres o, como en este caso, de ciudadanos bogotanos cuyas vidas y cuerpos emiten sonidos, música, pinturas, movimientos, expresiones, recuerdos y sueños colectivos que nos permitirán avanzar en la comprensión de nuestros acuerdos y diferencias, de nuestras visiones comunes y particulares y, con ello, en la reconstrucción de este país y su democracia.

Nota final. Mientras termino este trabajo tengo más incertidumbre que antes, se están incumpliendo los acuerdos de paz y me pregunto entonces qué país tendremos.

Agradecimientos. A los amigos de la vida que participaron en este proyecto por las conversaciones, las lágrimas, las emociones, las lecturas y comentarios al texto, por dejarme aprender con ustedes de la vida, de esta ciudad y de este país.

Fuente: elaboración propia a partir de Moncayo (2015).

Figura 1. Orígenes y causalidades del conflicto colombiano.

3 El término se usa para referirse a pagos que deben realizar los empresarios a los grupos al margen de la ley para mantener su seguridad.

4 Asaltos realizados en las carreteras a los vehículos que por allí transitan, su objetivo es secuestrar personas o sustraer objetos de valor, con el fin de obtener dinero a cambio.

5 Denominación coloquial dada a las ejecuciones extrajudiciales de civiles inocentes, perpetradas por miembros de las Fuerzas Militares del Estado. A estas personas se les hacía pasar como guerrilleros muertos en combate o miembros de grupos armados ilegales.

Figura 2. Invitación.

Figura 3. Paisaje colectivo.

Fuente: elaboración propia.

Fuente: elaboración propia a partir de los dibujos de los participantes.

6 Se refiere a que han sido reclutadas por un grupo al margen de la ley.

7 Ver más información en Rubiano (2018).

Referencias

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